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La violencia de género, intrafamiliar para colmo, no es
justamente una temática sencilla de poner en escena sin caer en el panfleto.
Sin la peligrosa tendencia al discurso expositivo-explicativo que termina
operando exactamente en la dirección opuesta de aquella a la que se propone ir.
Porque se propone. Esto tiene que quedar claro.
Con el público dividido, a ambos lados de la escena y con la
necesidad de desplazar la mirada de una punta a otra de la sala, empezamos
bien. Los espectadores se ven en la necesidad de girar la cabeza de un lado a
otro porque las dos mujeres que habitan la escena están, ambas, iluminadas. O
en su defecto, seguir a una de las dos.
En el principio, somos testigos de dos mujeres, vecinas de
un pianista y su mujer, que espían y reconocen cierto maltrato. “Cierto” porque
la cosa va in crescendo. Y porque él es pianista, culto. La decisión de
ambientar la violencia en la casa de un artista, afamado, que se desvive
por la opinión de los críticos, que
trabaja ardorosamente frente a un instrumento musical, que es apasionado,
reconocido, famoso, podría decirse “alguien con objetivos, con deseos
cumplidos, con reconocimiento, con vida pública”, es definitivamente, una
excelente decisión. Porque arranca de raíz todo intento de justificación.
Volvamos a la obra, habíamos dejado a dos vecinas que
oscilan entre estos roles y los roles del pianista y su mujer. Y logramos
olvidar que en ocasiones, lo que dicen rima y descoloca porque está fuera de la
expectativa, podemos entrar en un universo verdaderamente perturbador. Son dos.
Son cuatro. Las trasformaciones son sorpresivas, inesperadas, cuando una frase
se inicia, podemos no saber quién habla. Excepto cuando la violencia del
pianista está exacerbada, tanto como el temor de su mujer.
Las actuaciones de Stella Matute y Alicia Naya, logran
producir el pasaje de una situación a otra, de un personaje a otro de manera
increíble. Y esa transformación es, además, la que subraya la posición del
testigo, del que busca justificar, del que decide no meterse. Es en el mismo
cuerpo que oscila entre los inválidos argumentos (él está cansado, ella no
tiene la comida lista) y la reacción violenta del pianista. Y entre quien
propone la denuncia y asume el cuerpo de la víctima.
Que los actos de violencia sean ejercidos “a distancia”
potencia la puesta en escena. La mujer coloca su cabeza dentro de la tina de
agua y sólo es sostenida por la palabra (aunque queda claro que no es esto lo
que se representa). La ausencia de la mano que ahoga es mucho más poderosa.
El final se vive como un acto de justicia. Poético, además,
en la decisión escénica. Pero esta
compensación es un acto de ficción. Allá afuera los finales relativamente
“felices” son demasiados escasos.
Mónica Berman